LA ÚLTIMA MORTAJA
Sentado
en un sillón de felpas negruzcas, iba palpando lentamente la fina textura de
dicha butaca. Bebía la última copa de vino, y el cigarrillo ya consumado
acompañaba el momento silencioso en su alcoba.
Avizoraba
una y mil veces, las hojas de malva que había en su jardín, a través del
cristal del ventanal y las persianas grises. El vendaval nocturno dando
flagelos nostálgicos de neblina, que el invierno traía consigo en sus entrañas,
no le dejaba notar con claridad las hojuelas verduzcas de aquella herbácea.
Otras
veces sus pensamientos eran devorados por la trágica muerte de su joven esposa
Frida. La imagen de su rostro, agonizando dolorosamente y buscando abrazar los
pórticos de la muerte, todavía estaba presente en sus pupilas, ya cansados de
tristeza.
Todavía
sentía el latir del corazón de Frida, ya herido, en su pecho. La sangre que
recorría manchando su camisa estaba aún en sus recuerdos.
Empuñando
con tal energía, su mano derecha. Exaltado se fue dirigiendo hacia el cuadro de
acuarelas, que aun tenía guardado la imagen de su amada Frida.
—¡Mi
Frida, te echo de menos! ¡Mi alma cruzará las fronteras del infierno para
vengar tu muerte —balbuceaba Padilla enérgicamente.
De
pronto, el sonido intenso del móvil telefónico sucumbió tal acontecer. Era el
capitán Alarcón. Justo Padilla tomó de prisa su sombrero oscuro y su gabán.
Cruzó la menoscabada puerta para marchar a su centro de trabajo.
La
casa quedaba en custodia de Plutarco. Ladridos monó-tonos y fuertes se oían con
intensidad a través del balcón, al cruzar la rambla de aquel lugar.
—¡Otra
vez tarde, Padilla! ¡Tienes miles de casos qué atender! Usted es el mejor
agente que tengo en los casos de criminalística. Si sigue llegando tarde, me
veré obligado a cambiarlo de puesto. Vamos, hombre, supere la muerte de su
esposa —exclamó el capitán Alarcón enérgicamente.
Justo
Padilla comenzaba a atender una larga fila de casos, en los cuales había
similares a lo que le sucedió aquella vez en la calle de Miraflores.
Sentía
mucho odio y repugnancia por los acusados de hechos criminales. No obstante,
cada caso que atendía era resuelto satisfactoriamente. Por ello fue reconocido
hasta por el mismísimo presidente de la República, quien premió su eficaz
labor. Los ciudadanos atendidos por aquel agente policial, quedaban agradecidos
por su destreza. También los medios de comunicación lo nombraban muchas veces
como el agente policial del año.
Por
su parte, los implicados en los casos del crimen le tenían mucha aversión. Esto
no le causaba temor a Justo. Se dirigía con mucha serenidad y calma por los
bares y cafés de la ciudad de Lima. Con lentes oscuros, sombrero negro y con su
gabán de siempre.
Pocas
veces iba a su casa hacienda en Cañete, que su padre le había dejado en
herencia. Su oficio le tenía muy ocupado.
Un
domingo de julio las portadas de los diarios describían detalladamente los
hechos de muerte y la desaparición de las personas implicadas en cada crimen.
Los
ciudadanos con la felicidad y satisfacción en sus rostros, vociferaban en las
calles a través de los medios de comunicación:
—¡Que
mueran todos los asesinos! ¡Al fin hemos sido escuchados!
—¡Me
parece muy bien que los homicidas pasen por eso!
Justo
Padilla, atormentado aún por la muerte de su esposa Frida y los casos
sanguinarios que atendía, se sentía muy agitado y extenuado.
Cada
vez que ingresaba a su casa, las penumbras del pasado se apoderaban de su
cuerpo y alma. Arrojaba sus guantes de terciopelo negro al piso, y varios
trozos de carne al cuarto donde Plutarco esperaba ansioso para devorárselo de
inmediato.
La
investigación policial, por las muertes y las desapariciones de los asesinos,
ya arrojaba algunas pistas de quien podría ser el culpable de las acciones
sangrientas.
Olores
nauseabundos de sangre humana ya putrefacta, que salían de una casa hacienda, alertaron
a algunas personas del lugar, quienes dieron anuncio a la policía. La
investigación policial no tenía algún efecto aún, debido a ciertas
contradicciones entre los testigos del mortal acontecimiento.
Justo
Padilla necesitaba descansar y decidió irse unos días de vacaciones. Llegaba
con la melancolía de siempre al término de su viaje. La tristeza no se borraba
aún de su rostro.
Agentes
policiales rodeaban su lúgubre casa. Justo quedó sorprendido entonces. Cuando
se iba retirando lentamente por una calle, de pronto una voz enérgica lo
detuvo:
—¡Justo
Padilla, no se mueva del lugar! ¡Queda usted detenido en nombre de la ley!
El
reconocido y querido agente policial se encontraba dando su manifestación (en
esta ocasión como detenido y presunto sospechoso) a los efectivos castrenses,
por encontrársele varios cuerpos mutilados en los distintos lugares de su
hacienda. Esos cadáveres pertenecían a los acusados de asesinatos.
La
tormenta de Justo Padilla fue en aumento. Hoy entre rejas y en prisión, los
ciudadanos agradecidos de su labor policial salieron en marcha a las calles por
su liberación.
Sin
embargo, los familiares de los asesinos muertos y mutilados, cuyos restos se
hallaron en la casa hacienda de Justo Padilla, estaban muy insatisfechos por
seguir viendo con vida al ex agente policial, quien se hallaba en el sanatorio
de la prisión por problemas mentales y de corazón.
La
justicia se convertía en una tormenta sin explicación. El capitán Alarcón
estaba a cargo de la investigación. Se encontraba recogiendo más pruebas en la
casa solitaria y triste de Padilla. El cuadro de acuarelas de Frida tirada por
los suelos, con tres agentes policiales
sosteniendo a Plutarco —un enorme y robusto perro que tenía el hocico bañado en
sangre—, y la camilla vacía donde el cuerpo de Justo Padilla dormía, hacían
sentir su ausencia. De pronto el capitán Alarcón ingresaba al final de un
cuarto deshabitado de Justo Padilla, y se dio con una sorpresa.
Vio
el cuerpo de una mujer ya muerta, embalsamada y envuelta delicadamente con una
mortaja blanca. Y una hoja en su pecho
que tenía un escrito a mano:
“Capitán
Alarcón, tantas veces trabajando conmigo y no supo que yo era el asesino de mi
esposa Frida. El trágico accidente solo fue un invento mío. Todos creyeron en
aquel embuste. Ahora cuando se entere de mí, solo verá mi cuerpo envuelto con
la última mortaja que tenía preparado para mí, en algún pasillo del sanatorio
de la prisión, donde ya no estaré jamás. Atentamente su mejor agente policial
en criminalística, Justo Padilla”.
CONVERSANDO CON EL
RIO HABLADOR
Caminaba
un domingo meditabundo y melancólico por el Centro Histórico de la ciudad;
algunas personas se fotografiaban en familia, y las parejas se brindaban besos
y abrazos sobre las bancas desperdigadas en la Plaza de Armas. Turistas se
que-daban atónitos al contemplar la catedral y los balcones antiguos que aún se
conservaban en algunas casonas limeñas. El cambio de guardia, que realizaban
los Húsares de Junín de uniforme vistoso y casco con penacho, en el patio del
Palacio de Go-bierno, brindaban espectáculo para los que disfrutaban de este
ramillete de maravillas existentes en el Damero de Pizarro.
Mi
ruta no tenía dirección; caminaba sin dejar de observar todo lo que me rodeaba;
de pronto hice un alto en la alameda Chabuca Granda. La melancolía no me
dejaba; seguía pensando en Luciana; ella había venido a despedirse la noche
anterior, antes de viajar a Ayacucho; pero se dio con la sorpresa de verme
salir de un café junto a Zoe, una compañera de la universidad, de la facultad
de Ciencias de la Comunicación.
Luciana traía en sus manos una pequeña vicuña
que le había regalado en uno de nuestros tantos paseos por el Centro Histórico.
Ella recibió el regalo con la ternura de siempre y me dijo que en algún momento
importante de nuestras vidas, esa vicuña artesanal estaría en mis manos. El
hermoso adorno artesanal cayó de pronto en la acera de la esquina del café.
En
los ojos de Luciana solo podía leer decepción, dolor y traición. No podía hacer
nada por ella; mis manos solo temblaban y por inercia dejaron las manos de Zoe.
Ella sor-prendida, luego de mirar a Luciana, detuvo un taxi y se fue diciéndome
que no la vuelva a buscar jamás.
Luciana
cruzó la pista, corriendo desesperadamente. No podía creer lo que me estaba
pasando. El adorno permanecía sobre la acera, aunque hecho pedazos. Los junté y
con mucho dolor los llevé a mí a mi casa para poder repararlo.
Me
encontraba en la alameda Chabuca Granda, pensando en platicar con alguien.
Antes de retirarme del lugar me dirigí hacia los muros, desde donde se podía
ver el río Rímac, cerca de los rieles donde pasan los trenes. Al cerrar los
ojos, mi mundo se convirtió en soledad; no había nadie más a mí alrededor. Las
personas que transitaban desaparecieron y le dije al rio Rímac.
—¡Hey
río! te llaman el “río hablador”; despréndete de tu cauce y sal de inmediato a
conversar conmigo; no hay nadie ya aquí, ¿o acaso es mentira que eres un rio
hablador? sal de inmediato.
De pronto se oyeron sonidos estremecedores, semejantes a los rayos
caídos del firmamento; como una ola gigantesca, en forma de una persona, las
aguas del río Rímac empezaron a emerger de su cauce; parecía ser el mismo dios
Poseidón mirando a un mortal.
—¿Qué quieres de mí? ¿A que vienen tus quejidos pequeño humano?
seguramente como todos, cometiendo errores en la vida, para luego caminar como
un lacónico por todos los lugares, sin encontrar con quien conversar, y en tu
dolor solo quieres conversar con alguien nacido en las entrañas de la
naturaleza.
No podía creer lo que estaba sucediéndome;
solo atiné a contarle mi caso, referido a Luciana; luego alcancé a oír lo que
me iba a decir el gran Rímac:
“La fianza más cara y que nunca
podrás pagar, es haberle roto el
corazón a la persona que te
ama de verdad.”
“El amor tiene alma,
y el alma huye del amor,
cuando el amor muere
siendo verdadero.”
“Se rompió el hielo llamado
amor, con el fuego llamado
traición.”
“Mucho sol en tanto
amor
de hielo que terminó
por derretirte.”
De pronto abrí mis ojos; seguía parado, pensativo, frente al río.
Esas frases, que mi alma escuchó después de tantas plegarias, me cautivaron,
gracias a la aparición fantástica del rio hablador. Con más calma emprendí la
marcha hacia una cafetería cercana a la Plaza de Armas. Tomando un café esperé
la llamada de mí adorada Luciana; pero eso nunca sucedió. Solo entró una
llama-da de un número que no figuraba en mis contactos; pensando que era
Luciana atiné a contestar. Era una voz femenina que no logré identificar
—Disculpe.
¿Es usted familiar de Luciana Ramos Gon-zales?
—Sí
—le dije con voz temblorosa.
—Qué
bueno que alguien nos conteste, señor; lo llamaba para informarle que se
acerque al hospital de ESSALUD; porque acaba de fallecer Luciana, en una operación
de emergencia a causa de un accidente automovilístico; le agradeceremos que se
acerque.
Mis
lágrimas cayeron sobre la taza vacía. No podía creer lo que me estaban
diciendo. Pagué la cuenta y de inmediato salí en dirección al puente Santa
Rosa; con voz eufórica empecé a gritarle al río Rímac.
—¡Eres
un maldito, de nada me ha servido conversar contigo!
Sin
poder controlar mi enojo, arrojé mi celular sobre sus aguas, como si el río
tuviera la culpa de mis desgracias; los transeúntes pensaban que estaba muy
loco, fuera de sí.
—¿Por
qué un hombre le grita a un río que no habla? ha tomado en serio lo que dicen
del río, de que es un río hablador —murmuraban los transeúntes, detenidos
algunos, apoyándose otros en la baranda del puente.
ECLIPSE LUNAR
Gerardo
Sepúlveda era aficionado a los libros. Tenía su resi-dencia en el distrito de
La Molina. Fue general del Ejército Peruano; reconocido con medallas y honores,
ganados por su buen desempeño en el campo de batalla.
Había
repasado dos veces los últimos capítulos de una novela bélica. Las líneas
dramáticas y metafóricas del autor, lo hacían releer una y otra vez. Escenas de
guerra se dibujaban en su imaginación, mientras recordaba su última batalla,
que lo había hecho reconocido y felicitado por el ministro de guerra del país.
Llegaba
a sus pies la sombra trémula del ciprés, que hace algunos años le había enviado
su hijo Patrick desde Francia. La empleada de su residencia, le había dedicado
mucho cuidado al árbol que ornaba el patio del octogenario lector.
El
declive de su residencia dejaba caer con intensidad los rayos centellantes del
sol; el hálito de los vientos del lugar le daba una tranquilidad, y el respaldo
curvado del mecedor, una comodidad placentera para leer su novela.
Su
esposa, Emperatriz de Sepúlveda, lo acompañaba en el jardín de la residencia.
Tenía mucha afición por las plantas, ya que era botánica de profesión y llegó a
coleccionar muchas hortalizas ornamentales en su jardín.
Cuando
llegaba la noche, don Gerardo Sepúlveda vislum-braba desde su patio una y otra
vez el firmamento limeño. Las encrucijadas estrellas eran su deleite, y la
inmensa y clara luna el encanto para sus ojos.
El
austero reloj de pared de su casa derramaba el tiempo, que le sustraía los
pocos años de vida que le quedaban.
—Gerardo,
tienes mucho tiempo afuera. ¡Vamos a descan-sar! ¿Qué haces contemplando mucho
a la luna? —dijo Empe-ratriz, asomándose desde algún umbral de la residencia.
Don
Gerardo, sosteniéndose en su bastón de fabricación francesa, y con una bata de
dormir de telas italianas, volvió la mirada hacia su esposa Emperatriz.
—Tienes
toda la razón mujer. Llevo mucho tiempo aquí. Pero no es por las puras.
Vislumbro detenidamente a la luna, antes de que el eclipse lunar le llegue a su
vida.
Esta
escena, de vislumbrar el despejado firmamento limeño y mirar detenidamente a la
luna, se repetía antes de ir a dormir. Las rosas de su jardín dejaban aromas
intensos, que la noche revestía en sus entrañas.
El
estante de caoba, lleno de libros, reflejaba su pasión por la lectura. Los
libros de ciencia y filosofía, despertaron su curiosidad; los leía para
participar de reuniones con amigos de su entorno.
Sus
amigos eran políticos, empresarios y militares, que en años anteriores habían
ocupado cargos importantes en el país. Don Gerardo Sepúlveda vivía con mucha
intensidad, cada segundo que la vida aún tenía para él.
—La
vejez es larga, en una vida corta. Quiero que mi vida corta sea muy intensa
—mencionaba don Gerardo en todas sus reuniones amicales.
Llegó
el día en que don Gerardo Sepúlveda ya no podía leer. La ceguera había arribado
a su frágil vida. Los libros le eran leídos por su esposa Emperatriz.
La
noche llegaba para don Gerardo; la tristeza se fundía en su ser; ya no podría
vislumbrar jamás el cielo salpicado de estrellas. Solo le quedó imaginar a la
bella e inmensa la luna. Pero antes de irse a dormir; tomado de la mano de su
esposa, y sosteniéndose en su bastón en medio del patio, brotaron de sus labios
unas palabras.
—¡Mujer! Cuando podía vislumbrar la luna llena, te
decía: “Vislumbro a la luna, antes de que le llegue el eclipse lunar a su
vida”. Pero que irónica es la vida, al que le llegó el eclipse lunar fue a mí y
no a la luna.
Jhonantan Ramírez nació en Ancash, provincia de
Antonio Raimondi, distrito de Chaccho, un 20 de mayo de 1989. Escritor y Poeta,
Policía de profesión. Estudió Administración, Finanzas y Negocios Globales.
Publica su primer libro de poemas Amores, olvidos y lamentos, (Apogeo 2017), luego pública Confidencias en el tiempo, (Apogeo 2018- Narrativa breve).En el año 2019, publica su libro “Eclipse Otoñal” (Ángeles Del Papel Editores - Poesía).
En noviembre
del mismo año publica su libro "El Dandy de la Noche" (
Editorial Apogeo - Cuentos 2019).
Desde el 2018 produce y dirige el programa de Radio y
TV; Confidencias en el Tiempo, un
espacio cultural, artístico, literario y empresariales, a través de la señal
digital de HCM Radio Tv. Fue Relacionista Pública en la Revista "La Voz Ausente",
una revista Social, Política y Cultural.